D*Face

El beso de la muerte

2011

Lo que ahora parece toda una vida, no es más que una década atrás, me sentaba desplomada en mi escritorio, con la cabeza apoyada en el brazo y empujando un lápiz alrededor de un trozo de papel, soñando con formas de matar el tiempo y romper las cadenas que me sujetaban a mi escritorio; de lunes a viernes, todos los días eran iguales y me estaba comiendo el cerebro. Entonces, un día, mientras se me ocurrían más ideas de la serie "Formas de matar el tiempo", las líneas de lápiz del bloc empezaron a convertirse en personajes, extraños y disfuncionales, que formaban mi mundo disfuncional sin reglas. Poco a poco me di cuenta de que el lápiz podía sustituirse por un rotulador (el Pentel N50 para ser exactos) y el papel por vinilo barato que adquiría en tiendas de bricolaje. Estos personajes, una vez resignados a una vida en papel archivados en una carpeta bajo el epígrafe "No aptos para el consumo visual", empezaron a tener vida propia; adheridos a postes de la luz y cajas eléctricas, trazaban y enlazaban mi ruta a casa, uno se convirtió en 10 y poco a poco 10 se convirtieron en más de los que puedo recordar. Cada tarde y la mayor parte del día que podía robar la pasaba dibujando y recortando pegatinas. Las pegatinas se convirtieron en carteles, los carteles se volvieron más ambiciosos y, en algún punto intermedio, dejé mi trabajo o tal vez me despidieron, de cualquier forma había ocurrido lo inevitable. Como un río corta su propio camino, yo cortaría el mío. Esta familia de personajes disfuncionales empezó a evolucionar, empezó a satirizar y a pedir rescate por todo lo que caía en sus garras, una bienvenida sacudida de subversión en el actual entorno saturado de medios de comunicación, lo mismo con lo que yo había crecido. Se dibujaron e imprimieron billetes de banco y se pusieron en circulación para que los incautos los recibieran en su cambio, se ocuparon las vallas publicitarias con anuncios de servicio público. Quería animar a la gente no sólo a "ver", sino a observar lo que les rodea y sus vidas, reflejando nuestra cultura popular cada vez más extraña, replanteando y reelaborando figuras y géneros culturales para comentar nuestra ética del consumo ostentoso. Una caja de Pandora de delicias agridulces, dulces y azucaradas en la superficie, pero con un sabor desconocido, incómodo, debajo. Esto no es el principio, no es el final, es el feliz nunca acabar. D*