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Billy Baldwin tuvo la inusual distinción de ser el primer hombre en romper el techo de cristal de la decoración de interiores, que antes de la Segunda Guerra Mundial estaba gobernada por una camarilla de damas. 

El aspecto que Baldwin defendió en la página de mediados de siglo era totalmente americano: clásico en sus fundamentos, pero moderno en su espíritu, libre de ostentación y despreocupado por las tendencias. "Sé fiel a tu propio gusto", solía decir a sus clientes, "porque nada de lo que realmente te gusta pasa de moda".

En los años sesenta, casi todas las mujeres de sangre azul que creaban gusto en Estados Unidos eran clientes de Baldwin, como Jackie Onassis, Pamela Harriman, Nan Kempner, Bunny Mellon y Babe Paley. Si alguna vez te has preguntado quién fue el responsable del inolvidable salón carmesí "jardín en el infierno" de Diana Vreeland, fue Billy B, como le llamaban sus amigos.

"Siempre digo que me gusta más el color que las personas", comentó una vez. También amaba el algodón, al que llamaba "su vida", detestaba el damasco y el satén, y afirmaba haber "hecho una dama con mimbre." Sus ocurrencias eran legendarias.

A diferencia de la mayoría de los decoradores de su época, Baldwin creía que cada proyecto debía incluir muebles que ya pertenecieran al cliente, para que su personalidad se manifestara en la atmósfera de la habitación. Esa atmósfera surgiría de la selección de Baldwin de otros muebles -tanto antiguos como nuevos, americanos, europeos y asiáticos - y de su elección de colores, mezcla de motivos y agudo sentido de la proporción y la escala.

Si las buenas antigüedades superaban el presupuesto del cliente, Baldwin aconsejaba comprar piezas contemporáneas de primera calidad, en lugar de reproducciones. Lo importante era la calidad, además de la comodidad. Decididamente antisnob, Baldwin detestaba a la gente pretenciosa. He creía que la decoración era una aventura de colaboración emprendida con el cliente.

Adoptando nuevos materiales, como el cuero falso y el plástico , a mediados de la década de 1950, Baldwin cubrió las paredes de la elegante suite de Cole Porter en el Waldorf Astoria con vinilo de concha de tortuga. Para ese proyecto, posiblemente su obra maestra, también diseñó étagères de latón del suelo al techo, ya que le parecía "extravagante hacer librerías empotradas para un apartamento en un hotel". Su entusiasmo por las fundas de chintz llevó a Porter a amenazar: "¡No te atrevas a poner fundas a estos pianos!". Cuando se publicó la suite del hotel, los étagères empezaron a aparecer por todas partes. A Baldwin no le hizo ninguna gracia. "Si descubro que algo de lo que hago se está convirtiendo en una moda, huyo de ello como de la peste", declaró.

Para el apartamento neoyorquino de William y Babe Paley en el hotel St. Regis, Baldwin cubrió las paredes dañadas con un tejido geométrico fruncido, que inició otra tendencia. Entre otras firmas de diseño muy copiadas estaban las sillas bajas tipo zapatilla , las lámparas de latón de brazo oscilante, las habitaciones de tonos oscuros, las mesas Parson envueltas en ratán y las llamativas orquestaciones de estampados de algodón con motivos brillantes.

Cuando cumplió 70 años, Baldwin se jubiló y unos años más tarde se trasladó a Nantucket, donde había veraneado a menudo y que amaba en parte por su luz fuerte y clara de Nueva Inglaterra. Cuando murió a los 80 años, había influido en una generación de decoradores estadounidenses y moldeado los gustos de los estadounidenses a gran escala, incluso de aquellos que nunca conocieron su nombre.

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